“Esta fue la culpa de su hermana Sodoma: ella y sus hijas tenían orgullo, exceso de comida y próspera tranquilidad, pero no ayudaron al pobre y al necesitado”. (Ez 16, 48-49)

jueves, 20 de diciembre de 2012

LOS PASTORES DE BELÉN: VIAJEROS EN TRÁNSITO













Podían haber sido otros los primeros testigos del Nacimiento. Los pastores, en cambio, contemplan todo un fastuoso despliegue (los Magos de Oriente sólo tuvieron derecho a una estrella) ellos tuvieron prioridad absoluta.

Los demás no vieron a los ángeles porque no supieron mirar.

Cualquier excusa vale cuando el egoísmo es más fuerte que el amor y la caridad. Pero Dios escribe derecho con renglones torcidos. El establo de Belén se convierte en una cátedra de humildad, de pobreza santa, de amor y comprensión y la gloria del cielo se abre para los humildes que creen dentro de su tosquedad.

Aquel solitario lugar sirve para que el nacimiento virginal se realice en la soledad.

Pero Dios no quería que quedase sin anuncio el nacimiento del Mesías y de su divinidad. Para ello utilizará dos vías para darlo a conocer a los hombres: los pastores de Belén y los magos de Oriente.


Había unos pastores por aquellos contornos que dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la noche. De improviso un ángel del Señor se les presentó y la gloria del Señor los rodeó de luz y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: no temáis, pues vengo a anunciaros una gran alegría que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor; y ésto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre. De pronto apareció juntó al ángel una muchedumbre de la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo:
Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.

Luego que los ángeles se apartaron de ellos hacia el cielo, los pastores se decían unos a otros: vayamos hasta Belén, y veamos este hecho que acaba de suceder y que el Señor nos ha manifestado. Y vinieron presurosos, y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre. Al verlo, reconocieron las cosas que les habían sido anunciadas acerca de este niño. Y todos los que escucharon se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho. María guardaba estas cosas ponderándolas en su corazón.
Y los pastores regresaron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, según les fue dicho.

El relato asombra por su sencillez y grandeza.

Los pastores fueron también partícipes de este glorioso nacimiento, ante todo debemos destacar que al momento de que el ángel le anunciara, ellos se encontraban TRABAJANDO, estaban cumpliendo su tarea, cuidando al rebaño, es decir, hacían lo de todos los días, y desde allí el Señor los llama a adorar a Cristo y ellos, respondiendo al llamado, se acercaron a él con HUMILDAD, algo que caracteriza la tarea pastoril, por su condición de siervos no de dueños del rebaño; son los que tienen la misión de cuidar del rebaño, protegerlo de cualquier peligro, por esto tienen que estar VIGILANTES, y justamente por esto pudieron darse cuenta del llamado del Señor e ir a su encuentro con prontitud y alegría.


La enseñanza de la elección de los pastores como los primeros que fueron avisados del nacimiento del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, nos habla de la conexión con las raíces del Pueblo de Dios. Va a surgir un nuevo rebaño espiritual guiado por el mismo Dios.Los pastores anunciarán al Pastor del nuevo Pueblo de Dios que acaba de nacer.

La rapidez por acudir al pesebre también es tema de meditación. La prisa de los pastores es fruto de su alegría y de su afán por ver al Salvador comenta San Ambrosio. Nadie busca a Cristo perezosamente. El evangelista ya ha observado que Nuestra Señora, después de la Anunciación, fue de prisa a visitar a Santa Isabel. El alma que ha dado entrada a Dios en su corazón vive con alegría la visita del Señor y esta alegría da alas a su vida.

Hay prisas que son fruto del alocamiento y de la precipitación. Los que así actúan van con rapidez, pero sin saber bien adonde van, piensan poco, aunque vayan deprisa a ningún sitio. No es esa la prisa la de los pastores, ni la de la Virgen Santísima, pues les mueve el amor y la fe. Les sucede lo que a San Pablo cuando exclama el amor de Cristo nos urge. Los pastores debieron sentir una luz y un entusiasmo difíciles de explicar, pero fácilmente comprensibles. Primero la aparición de un ángel, después sentirse rodeados de una luz fruto de la gloria del Señor, luego las palabras que les llenan de temor y de asombro. Después, como si no pudiesen contenerse, la aparición de una multitud de ángeles que alababa a Dios con las palabras tantas veces repetidas por los cristianos en la Navidad: Gloria a Dios y paz a los hombres. Si este clamor fue musical no lo sabemos, pero desde luego estuvo lleno de alegría, con el entusiasmo propio de ver el misterio de amor que se acaba de consumar.

En tercer lugar podemos contemplar la fe de los pastores. Todos los encuentros con Cristo concluyen igual: creer o no creer. Cuando la respuesta es de fe todo se ve de una manera nueva.

Este es el caso de los pastores. Lucas nos dice que al ver al Niño en el pesebre junto a su Madre reconocieron las cosas anunciadas acerca de este niño, además lo anunciaron a otros en el pueblo que se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho, el entusiasmo debía ser más que notable. Por fin, volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto.

Pero ¿qué habían visto y oído?: un establo, un niño precioso, pero muy semejante a cualquier otro recién nacido y una madre joven que les sonreiría con agrado junto a su esposo. Ciertamente este espectáculo no basta para confirmar en la fe. Sus ojos veían algo que la mirada terrena no acierta a descubrir. Ven que es cierto lo que los ángeles anunciaron con entusiasmo. Ya es bastante motivo. Pero es muy fácil que hubiese algo más. Sí, ciertamente hubo algo más. La gracia de Dios es la luz y la fuerza que hace que vean más allá de las apariencias.

La gracia les llenó de regocijo nada disimulado. Y luego, con el corazón lleno de alegría, volvieron a sus ovejas.

En medio de un mundo adormecido e indiferente, estos primeros  evangelizadores están abriendo una brecha y roturando los caminos  que conducen al niño. Como Moisés o Josué, se convierten en  «acompañantes de tránsitos», en descubridores de la nueva tierra  que mana leche y miel, en conocedores del código de señales que,  como en un juego de pistas, conduce hasta ella. 




Es toda la trayectoria de la fe la que queda insinuada: para llegar  a Dios hay que pasar por ese niño débil y sin poder y por cada  hombre, tan limitado, tan concreto. Porque a partir de ahora este  tejido frágil de nuestro destino humano se ha convertido en el destino  mismo de Dios. 

Hay un desvío, un rodeo inevitable en el camino hacia él: hoy pasa  por un pesebre, y mañana pasará por una cruz. Dios, hecho «como  uno de tantos» (Flp 2,7), ha quedado expuesto al peligro de no ser  reconocido. 

Hay que dejarse arrastrar por el movimiento descendente de ese  Dios «pasajero», sabiendo que aún no ha llegado la hora del «cara a  cara» con él. Y aceptar el escándalo de que haya querido manifestar,  en la asombrosa proximidad de un niño, la gloria que proclamaba el  ejército del cielo. 

Hay que aprender a traducir «lo que cuentan los ángeles» (la  Biblia, la teología, la tradición...), no sólo al lenguaje de los sabios y  entendidos de Jerusalén, sino al «dialecto de Belén», el que habla  «todo el pueblo» al que está destinado. 

Hay que tratar de ser «portadores de evangelio», como lo son  tantas personas que, sin saberlo, nos están transmitiendo algo del  «bien parecer de Dios», de su ternura y su amor gratuito, y que se  ponen a nuestro lado como compañeras de travesía. 

Lo encontraremos si nos vamos haciendo, como ellos, soñadores  despiertos, visionarios con los pies en el camino, barqueros entre dos  orillas, viajeros en tránsito.

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