“Esta fue la culpa de su hermana Sodoma: ella y sus hijas tenían orgullo, exceso de comida y próspera tranquilidad, pero no ayudaron al pobre y al necesitado”. (Ez 16, 48-49)

lunes, 15 de agosto de 2011

Carta abierta de un homosexual católico al Papa

Querido Padre:

Dentro de unos días estará en mi país encontrándose con jóvenes católicos de todo el mundo. Su venida no me deja indiferente. Yo, como cristiano católico reconozco en su persona “el fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión” (L. G. 18). Por eso, para mí como creyente y español, su venida es un motivo de gozo y de afianzamiento en la fe que hemos recibido de los apóstoles y que sigue anunciándose a todos los hombres a través de su Iglesia.

Perdone el atrevimiento en mis palabras, al querer hablarle con sinceridad y franqueza. Creo firmemente como dice el Concilio que “es función de la jerarquía eclesiástica apacentar al pueblo de Dios y llevarlo a los mejores pastos” (L. G. 45) y que, “es deber de los fieles, acoger con prontitud lo que los sagrados pastores, representantes de Cristo, decidan como maestros y jefes en la Iglesia” (L. G. 37). Pero de la misma manera no olvido otro párrafo que dice que los laicos “hemos de manifestarles nuestras necesidades y deseos con la libertad y confianza que deben tener los hijos de Dios y hermanos en Cristo… tienen el derecho e incluso algunas veces el deber de expresar sus opiniones en lo que se refiere al bien de la Iglesia… siempre con sinceridad, con valentía y prudencia, con respeto y amor, a aquellos que por su función sagrada representan a Cristo” (L. G. 37).

Querido padre, yo soy homosexual, se lo digo con franqueza pero sin vergüenza. Desde hace unos años, ningún debate después de los debates de la esclavitud en el siglo XIX se ha visto la Iglesia en una cuestión tan problemática, candente y divisoria como la orientación sexual. Usted mismo no ha cesado de pronunciarse siempre que tiene ocasión contra nuestros derechos, convirtiendo este tema, según muestras sus palabras en una de las preocupaciones más importantes de su pontificado. Yo he escuchado con dolor sus palabras y por eso voy a hablarle con sinceridad y valentía, porque me perece que en sus manifestaciones está representado todo el miedo eclesial hacia un cambio social, cultural casi me atrevería decir, al que la Iglesia actual no sabe como hacer frente. Durante siglos la Iglesia ha sido la principal institución que ha legitimado la discriminación contra las lesbianas, los gays y las personas bisexuales en la cultura occidental. Pero al mismo tiempo la Iglesia ha representado a través de la vida clerical y de la vida religiosa la alternativa “oficial” al matrimonio heterosexual impuesto como normativo y exclusivo en Occidente.

Usted, es un intelectual, y yo, que soy un aficionado, un creyente, que busca la voluntad de Dios quiero compartir algunos puntos de vista distintos. Creo que no me negará que las fuentes principales de la Revelación cristiana son la Escritura, la Tradición, la razón y la experiencia.

Respecto a la Biblia sólo hay que decir que la Biblia no podía conocer la orientación homosexual, sino simplemente los actos homosexuales, pues la orientación sexual es algo que se empieza a descubrir en el siglo XIX.

Pero la Escritura va más allá del ofrecimiento de normas de conducta específica, sino que nos empuja hacia la transformación de nuestras vidas sexuales de forma que respondan a la irrupción del Reino del Dios de la Gracia. Respóndame, padre, como teólogo, como papa, y como cristiano, ¿es pecado amar? ¿Porque entonces se me condena cuando no llevado por la lujuria, sino como respuesta a mi naturaleza que me lleva a buscar la complementariedad afectiva en un semejante, me abro a un amor puro, generoso y también fecundo? Sí, fecundo, porque la fecundidad no sólo está en la “producción”, sino también en los frutos espirituales del amor, pues el amor es siempre fecundo.

La tradición de la Iglesia, que supuestamente siempre nos ha condenado, ha de ser revisada desde una valoración positiva de la sexualidad. Los que no son célibes, saben muy bien, que la procreación no encierra la plenitud ni agota el significado cristiano del sexo genital. Eso sucede en los animales, pero no en la sexualidad humana, que es mucho más rica por deseo expreso del mismo Creador. Cuando se ve en el sexo tantas sospechas, el sexo no procreador se convierte en la cumbre de un instinto pecaminoso. Piensan los que así ven el sexo, entre ellos, usted, padre, que el sexo de los homosexuales es el incumplimiento deliberado del orden natural que, a su vez, socava la sociedad. Pero esto no es más que la expresión del miedo que los heterosexuales y la ética patriarcal, de la que la Iglesia es la mayor garante y la más beneficiada, tienen hacia las relaciones homosexuales, que son puramente gratuitas, basadas en el amor, y la entrega mutua, en la que dos varones o dos mujeres pueden entregarse sin los estereotipos de dominación- sumisión, sino como reciprocidad gratuita. Los nuevos conocimientos sobre la sexualidad humana, y concretamente sobre la orientación homosexual invitan a una revisión de los antiguos principios, a un mayor esfuerzo de coherencia en su aplicación y a un recurso más frecuente y creativo, a la virtud de la prudencia. A fin de cuentas, esta virtud moral ha de considerar los matices aplicables al juicio concreto de discernimiento sobre los valores que entran en conflicto en cada situación.

Usted es de la opinión que somos enfermos, personas que no han llegado a una madurez plena de su personalidad. Pero las ciencias humanas han clarificado de un modo significativo la naturaleza compleja de la orientación sexual. Llamarnos enfermos hoy día, es como seguir creyendo que la tierra no es redonda o que el sol gira alrededor de la Tierra, aunque la Biblia haga entenderlo así, y la Iglesia así lo defendió para ser, según creía, aunque erróneamente, fiel a la Palabra de Dios.

Mi propia experiencia personal me ha llevado a sentirme y saberme amado y querido por Dios en mi condición sexual. Y por otro lado, he tenido la suerte de acompañar a muchos hermanos míos, que después de haber durante años intentado vivir según la doctrina de la Iglesia en esta materia, han terminado destruidos, profundamente heridos, cuando no, aborreciendo de Dios e incluso intentado acabar con su propia vida. Seguir a Jesucristo siempre es fuente de vida, pero cuando un homosexual quiere vivir de acuerdo a la doctrina de la Iglesia termina en la muerte, la desesperación y el resentimiento. Esto, padre, no puede venir de Dios. Gracias a Dios, cada día más homosexuales católicos, pasan de la experiencia del infierno a la vida, cuando se descubren amados por Dios, y bendecidos por la Él en la realización de sus vidas como creyentes homosexuales y experimentan el poder amar a otra persona de su mismo sexo, sin remordimientos y sin angustias.

Yo soy hijo de la Iglesia, pero no puedo dejar de decirle esto. Le anuncio lo que he visto y oído, lo que he vivido. Soy homosexual, es mi natural, y estoy absolutamente feliz de serlo. Soy católico y sufro sus palabras, y creo que también sus equivocaciones. No nos tenga miedo, padre, con nosotros, viviendo nuestra sexualidad como un don de Dios puede entrar en la Iglesia un sano escepticismo frente a una interpretación rígida de la naturaleza y a favor del valor del sentimiento frente a esas mentes cuadriculadas que sólo ven al hombre de un color, secándoseles así el corazón, incapaces de reconocer la diversidad y la diferencia como un don del Dios Trinidad y diverso. NO siga, padre, cerrando la Iglesia a la maravillosa creatividad de Dios, Padre de todo lo que existe, también de nosotros, los homosexuales. Voy a ser duro, pero muchas veces el amor sano y puro, que Dios pone en el corazón de dos hombres y dos mujeres, es emponzoñado, ensuciado, y convertido en impuro por sus palabras. A cuantos jóvenes homosexuales, he tenido que anunciar el amor de Dios en sus vidas, y a cuantos he visto salir de la muerte cuando han podido amar a Dios y a sus parejas, sin sentirse culpables, sucios, manchados. No siga, Padre, manchando el amor; llamando pecado a lo que es don de Dios; extendiendo el miedo a los que quieren ser libres para amar.

Quiero ser hijo de la Iglesia; en ella he nacido y en ella quiero morir. En la carta que nos escribió a los jóvenes con motivo de la JMJ, nos dice algo muy bello: “Cuando comenzamos a tener una relación personal con ÉL (Jesucristo), nos revela nuestra identidad, y con su amistad la vida crece y se realiza en plenitud”. Así lo he vivo yo como homosexual. Cristo ha iluminad mi vida, me ha revelado mi identidad como un don de su amor, y va creciendo a su plenitud”. Seguir la doctrina de la Iglesia, la que usted nos propone, muchas veces es un camino más fácil; así no tenemos que sufrir las incomprensiones sociales, la discriminación ni el rechazo, ni soportar el dolor de nuestras familias, y así se cumplen sus mismas palabras cuando dice: “os presentarán caminos más fáciles, pero vosotros mismo os daréis cuenta de que se revelan como engañosos, no dan serenidad ni alegría”. Pues eso es lo que pasa, cuando un homosexual quiere vivir según la doctrina de la Iglesia. Su vida se convierte en un infierno, y Dios en un juez terrible que ha condenado a una persona a vivir siempre sola, sin amor, y sin realizar su vida al lado de otra, en una complementariedad auténtica de donación mutua.

Santo Padre, usted vive fascinado por el mundo de las ideas platónicas, de las esencias de un mundo ilusorio creado para evadirnos de nuestra propia realidad. Es hora de que baje de ahí y así pueda bajar la Iglesia dejando así de tener miedo a la modernidad. Podría así ayudar a evitar tantos prejuicios que se han ido acumulando en la religión cristiana acerca del hombre considerando en él sólo lo que la cultura o la religión han definido como su esencia, un hombre teórico, ideal, en vez de comprender al hombre natural, completo, con todas sus complejidades.

No es mi intención ofenderle, sino expresarle con respeto y confianza lo que siento. Y manifestarle desde la realidad que es muy fácil creer que hacemos el bien, cuando lo que hacemos es hacernos cooperadores del mal y enemigos del Reino de Dios. Así lo hicieron en su día los Sumos sacerdotes, auténticos ministros de Dios, que llevaron a la muerte al Hijo de Dios, creyendo que así cumplían y hacían cumplir la Ley del mismo Dios.

Los homosexuales católicos necesitamos y queremos seguir viviendo nuestra fe en la Iglesia. Queremos que sus pastores nos propongan un camino de vida, en la que viviendo nuestra realidad podamos llegar a la plenitud en Cristo. La experiencia, padre, nos ha enseñado que el camino propuesto hasta ahora, de renunciar a vivir el amor, en una castidad para la que muchos no son llamados, sólo engendra muerte, pero no sólo muerte espiritual, sino también el suicido o el sinsentido que a veces es peor. Necesitamos que la Iglesia nos proponga un camino de realización cristiana que nos lleve a una vida plena.

Beso su mano, santidad, y pido por los frutos espirituales de estos días, sin dejar también de pensar en tantos hermanos nuestros, que en África están viviendo una situación de muerte. Espero de corazón, que así como se compromete por activa y por pasiva en la negación de nuestros derechos, se comprometa de la misma forma en clamar contra esta injusticia que está sucediendo ante la pasividad de no sólo de tantos gobiernos, sino también de tantos cristianos.

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